De vez en cuando, se estrena una película que vuelve a recordarnos que el cine es, fundamentalmente, MAGIA (con mayúsculas). Una magia que tiene lugar en el habitáculo cerrado de una sala oscura, donde el público vive un sueño compartido en el que las imágenes cobran vida ante sus ojos y del que sólo despiertan cuando se encienden las luces. Los Mundos de Coraline es una de estas películas.
Dirigida por el gran animador Henry Selick –Pesadilla Antes de Navidad (1993), James y el Melocotón Gigante (1996)- supone la primera incursión de éste en el cine de animación sin contar con el padrinazgo de Tim Burton. De hecho, si algo confirman las imágenes de esta película es cuán injustamente alargada fue la sombra del director de Ed Wood a la hora de valorar los anteriores trabajos de Selick.
En primer lugar, Los Mundos de Coraline apuesta por un tipo de animación diametralmente opuesto al del dibujo clásico o el diseño por ordenador: la técnica de imagen por imagen, en inglés, stop-motion. Al utilizar este recurso, donde personajes y elementos del decorado son construidos y movidos fotograma a fotograma, Selick consigue dotar de un verismo inusitado a su historia, dando una sensación de realidad (si se quiere, de plasticidad) que hace tiempo no experimentábamos ante la pantalla. Esto otorga al conjunto un innegable aire retro, hasta cierto punto intemporal, que hace pensar no por casualidad en genios del stop motion como Ray Harryhausen. Se cumple de esta forma el sueño que todos hemos tenido de niños: que los muñecos (nuestros muñecos) cobren vida y se muevan ante nuestros ojos.
En este marco, Los Mundos de Coraline es además un clásico cuento de hadas, pero uno de los de verdad. El tono grave y oscuro de algunos de sus pasajes nos recuerda lo escabrosos que eran muchos de los relatos que nos narraban cuando éramos niños. Baste citar, a modo de ejemplo, la magnífica secuencia en la que Coraline conoce a las almas perdidas (muy inquietante) o el enfrentamiento con la bruja durante el final del tercer acto (que roza lo abiertamente terrorífico). Y es que ha tenido que venir Henry Selick para recordarnos que Hollywood ha endulzado durante años los cuentos de hadas y falseado su auténtica esencia.
Todo ello no es obstáculo para que la película ofrezca momentos de desatada fantasía, casi poéticos, donde la contrastada iluminación, el magnífico diseño de personajes y el impresionante nivel de detalle de los decorados juegan un papel fundamental. Prueba de ellos son momentos inolvidables como el vuelo sobre la cara de Coraline recortada en el césped de “su otra casa” o el circo de ratones del Sr. Bobinsky.
Confeccionando un festín visual para los ojos del espectador, Selick sabe sortear las debilidades del guión y propone un cuento de hadas sobre mundos paralelos (pero opuestos) que recuerda tanto a Alicia en el País de las Maravillas como a la saga de Narnia, pero con entidad propia. De no ser porque la historia resulta excesivamente estirada (le sobran unos 15-20 minutos) y en ocasiones no puede evitar caer en convencionalismos propios del género fantástico, Los Mundos de Coraline hubiera sido una obra maestra incontestable. No obstante, demuestra dos cosas: que Henry Selick no necesita a Tim Burton y que la animación imagen por imagen tiene futuro.